En un restaurante elegante del centro, Rodrigo miró el celular por fin entre un plato y otro. Varias notificaciones del sistema de seguridad de la casa: movimiento extraño en el cuarto de los niños, audio de gritos detectados. Se le heló la sangre.
Pidió disculpas a los inversionistas, salió casi corriendo. Intentó llamar al fijo de la casa. Nada. Llamó al celular de Marina; buzón de voz. Eso fue suficiente para que el pánico se apoderara de él. Condujo de vuelta como loco, ignorando semáforos y límites de velocidad. Lo único que podía pensar era en sus tres hijos y en la mujer que los cuidaba.
Cuando la mansión apareció al final de la calle arbolada, frenó brusco, dejó el coche con el motor encendido y subió los escalones de la entrada de tres en tres.
—¡Marina! —gritó.
Los llantos de los niños le guiaron hasta la ala de ellos, pero fue la voz de Marina, lejana y ahogada, la que le indicó el resto:
—¡Tercer piso! ¡Primero las niños!
Rodrigo corrió al cuarto infantil. La escena le destrozó el corazón: Lucas sentado en la cama del medio, sosteniendo la cabeza de Pedro, una toalla blanca empapada de sangre sobre la ceja, Júlia pegada a ellos, con el rostro rojo de tanto llorar.
—¡Papá! —gritó Júlia, lanzándose hacia él.
Los abrazó a los tres a la vez, revisando cada cuerpecito. El corte de Pedro no era profundo, pero sangraba mucho. Lucas temblaba.
—¿Dónde está Ina? —preguntó Pedro, con un hilo de voz.
—La trancaron —soltó Lucas, respirando rápido—. La señora rubia. Trancó la puerta de Ina y se fue. Ina me pidió que cuidara de mis hermanos. Yo intenté, papá…
Rodrigo lo abrazó con fuerza.
—Fuiste muy valiente, campeón. Muy valiente.
Llamó al pediatra de emergencia, dejó a los niños un momento y subió al tercer piso. Desde el pasillo, ya oía la respiración agitada de Marina detrás de la puerta.
—¡Marina, apártate! —gritó.
Retrocedió y embistió con el hombro. La madera resistió. Lo intentó de nuevo. A la tercera, la cerradura cedió con un estruendo.
Marina estaba de pie, pálida, con las manos ensangrentadas de tanto golpear la puerta. Se miraron un segundo eterno antes de que ella saliera disparada escaleras abajo, en dirección al cuarto de los niños. Rodrigo la siguió.
Cuando ella entró, los trigemelos gritaron:
—¡Ina!