Un millonario sorprende a sus trillizos llorando, intentando abrir la puerta para la niñera encerrada por la madrastra.

Su idea era simple… en su cabeza. Esperar a que los niños durmieran profundamente, subir luego, “descubrir” a Marina trancada, liberarla y quedar como heroína. Nadie se lastimaría, todos la verían como salvadora.

Pero los niños no funcionan en base a planes adultos.

Se despertaron. Se asustaron. Llamaron a Marina, no a “la señora rubia”. Isabela subió e intentó calmarlos.

—La tía Isabela está aquí, mis amores —dijo, con voz falsa de anuncio de comercial.

—¡Queremos a Ina! —gritó Lucas.

Ella no conocía las canciones, ni los rituales, ni las palabras exactas que Marina usaba para transformar miedo en risa. Júlia lloró más fuerte, Pedro intentó bajar de la cama para buscar a Ina, tropezó y golpeó la cabeza contra la esquina de la mesa de noche. El grito que dio llenó el cuarto. La sangre empezó a correr por la frente.

Isabela congeló. En lugar de abrir la puerta de Marina, de admitir lo que había hecho, su mente colapsó en puro miedo. “Si la suelto, Rodrigo va a saber… va a verme como un monstruo… voy a perder todo…”

Y huyó. Bajó las escaleras rápido, salió de la casa, se metió en el coche y condujo hasta un shopping 24 horas. Se sentó en una cafetería, delante de una taza que no bebió, temblando, con los gritos todavía rebotando en la cabeça.

Mientras tanto, en el tercer piso, Marina seguía trancada, guiando a Lucas con instrucciones sencillas, sosteniendo la calma de tres niños aterrorizados solo con la fuerza de su voz.