Un año después, Rodrigo empezó a volver más temprano, a cenar con los niños, a leerles historias. Miraba a Marina con una gratitud silenciosa.
—Usted salvó la vida de ellos… y tal vez la mía también —le dijo una noche, encontrándola en la cocina preparando mamaderas.
Ella solo encogió los hombros, sin saber qué responder. No se veía como heroína; solo como alguien que se había aferrado a esos tres pequeños para no desmoronarse.
Y entonces, seis meses atrás, apareció Isabela. Alta, rubia, impecable. Venía de una familia tradicional, hija de un juez importante, acostumbrada a flashes, cócteles y vestidos de marca. Conoció a Rodrigo en una fiesta benéfica y, poco a poco, empezó a frecuentar la casa. Al principio fue educada con Marina, no cálida, pero correcta. Traía regalos caros que los niños apenas entendían: juguetes electrónicos complicados, ropa delicada que Marina tenía miedo de manchar.
Lo que Isabela no soportaba era ver cómo, al llegar, los trigemelos saltaban… pero no a sus brazos, sino a los de Marina. Cada “Ina dijo… Ina prometió…” se le clavaba como aguja. Había crecido en un ambiente donde el cariño era moneda de cambio: se merecía si uno era perfecto, si uno brillaba, si uno no fallaba jamás. No entendía ese amor simple y desarmado que tres niños pequeños sentían por una niñera sin apellidos importantes.
Empezó con comentarios aparentemente inocentes, siempre frente a Rodrigo:
—Están muy apegados a la niñera… No sé si eso es tan sano.
Dejaba artículos sobre “límites entre cuidadores y niños” subrayados en la mesa de café. Rodrigo los leía, se inquietaba, pero defendía a Marina. Decía que los niños eran felices, seguros, que ella era su puerto.
Isabela fue paciente. Hasta que un día, en una consulta con su ginecóloga por dolores y ciclos irregulares, escuchó un diagnóstico que la sacudió: endometriosis avanzada, fertilidad comprometida. “Cada año cuenta”, le dijo la médica. Isabela salió del consultorio como si el piso se hubiera movido. Por primera vez, algo importante no obedecía a su voluntad, ni a su dinero.
Cuando volvió a la mansión y vio a Marina en el jardín, con los trigemelos riendo, corriendo detrás de ella, abrazándola sin miedo ni medida, algo se quebró. No era solo envidia; era pánico. Y si nunca pudiera tener hijos propios? Y si, aunque se casara con Rodrigo, siempre fuera la intrusa, la que llegó después, la que nadie necesitaba de verdad?
Cinco días antes de la noche del encierro, sola en el despacho de Rodrigo, abrió una gaveta y vio una llave pequeña, dorada, con una etiqueta vieja: “Quarto Marina”. La tomó, la giró entre los dedos. Y una idea oscura empezó a tomar forma.
“¿Y si una noche Marina no estuviera disponible? ¿Y si ellos solo me tuvieran a mí? Podrían aprender a confiar en mí… Rodrigo vería que puedo ser madre…”
No era un plan racional, era desesperación disfrazada de lógica.
Aquella noche, cuando Rodrigo salió a la cena con inversionistas, Isabela vio la oportunidad. Sabía que Marina dejaba el celular en la cocina mientras preparaba la cena. Sabía que el fijo del cuarto no funcionaba. Sabía que la puerta se cerraba con llave por fuera. Esperó a que Marina terminara la rutina de baño y sueño de los niños, los dejara en el cuarto y se fuera al suyo. Entonces, con el corazón latiendo fuerte, subió en silencio, metió el celular de Marina en su propio bolso… y giró la llave desde fuera.