—Sí.
—Muy bien, campeón. Abre la llave del agua y moja una toallita pequeña, blanca. Llévala donde está sangrando la cabeza de Pedro y aprieta despacito. Eso va a ayudar, ¿sí?
Oía a Júlia llorando al fondo, a Pedro sollozando ese llanto cortado de quien intenta ser fuerte. Mientras tanto, ella miró la ventana: la propiedad era grande, alejada, la calle silenciosa. Aunque gritara, tal vez nadie escucharía a tiempo. Miró el reloj: 22:51. Rodrigo había salido a las 19:00 para una cena de negocios. Dijo que quizá volvería a la medianoche o a la una. Faltaban horas. Demasiadas. Y algo, ella lo sentía, estaba a punto de ocurrir y cambiaría sus vidas para siempre.
Tres años antes, Marina había llegado a aquella casa con una mochila vieja y un currículum pobre para una mansión tan grande. Tenía 28 años, un matrimonio roto y un hueco en el pecho del tamaño del bebé que había perdido a los siete meses de gestación. El corazón del pequeño se detuvo de repente, y con él parecía haberse detenido el de ella.
En la entrevista, Rodrigo Almeida era la imagen viva del agotamiento. Ojeras marcadas, barba descuidada, camisa arrugada. Su esposa había muerto dieciséis días antes por complicaciones del parto, dejándolo solo con tres bebés prematuros que lloraban casi todo el tiempo. Las niñeras entraban y salían sin aguantar la rutina.
—¿Tiene experiencia con trigemelos? —preguntó él, sin mucha esperanza.
—No —respondió ella con sinceridad—. Pero sé cuidar bebés… y sé lo que es perder a alguien y aun así tener que levantarse al día siguiente.
Él la contrató en el acto. No porque fuera la más calificada, sino porque, por un instante, sintió que alguien lo veía como un hombre quebrado, no solo como un rico desesperado buscando ayuda.
Marina prácticamente se mudó al cuarto de los niños. Dormía en un colchón en el suelo, entre los tres berços. Se levantaba cada dos horas para las mamaderas, cambiaba pañales en la oscuridad, cantaba canciones suaves a tres cuerpecitos que aún no entendían por qué la voz que los arrullaba no era la de la mujer que los llevó en el vientre. Rodrigo trabajaba 16 o 18 horas al día. Salía antes del amanecer y volvía cuando los bebés ya dormían. Los fines de semana se encerraba en la oficina, no para huir de ellos, sino del dolor de mirarlos y reconocer el rostro de su esposa en cada gesto.
Fue Marina quien vio a Lucas engatinhar por primera vez, quien celebró los pasos tambaleantes de Júlia, quien escuchó la primera palabra de Pedro, que no fue “mamá” ni “papá”, sino algo parecido a “Nina”, que con el tiempo se transformó en “Ina”.