Tampoco notó cuando desconectaron el teléfono fijo semanas antes “por la reforma eléctrica” y nunca más lo conectaron. Estaba en la lista mental de cosas que quería comentar con Rodrigo… pero entre mamaderas, baños y correteos, lo había olvidado.
Ahora estaba allí, sin teléfono, sin celular, encerrada, con tres niños de tres años solos en la otra ala de la mansión. Los gritos seguían:
—¡Ina! ¡Ina!
Marina pegó el oído a la puerta, intentando calcular la distancia. Tres pasillos, dos escaleras. El cuarto de los trigemelos estaba lejos, deliberadamente lejos. Rodrigo lo había elegido así para no ser despertado por los llantos cuando volvía tarde de las reuniones. Pero ella siempre despertaba. Había aprendido a dormir con el oído atento, como quien vigila una frontera invisible.
—¡Lucas! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Lucas, mi amor! ¿Me escuchas?
El llanto bajó un poco.
—Ina… —la vocecita sonó ahogada.
—Estoy aquí, cariño. Estoy en mi cuarto, pero la puerta está trancada y no tengo teléfono. No puedo ir, pero te escucho. Necesito que seas muy fuerte por mí, ¿sí? Tú eres el mayor.
Era mayor por dos minutos, nada más, pero ella siempre usaba eso para darle coraje.
—Quiero a Ina —sollozó él.
—Yo también quiero estar con ustedes, mi vida. Voy a quedarme aquí, pegadita a la puerta, hablando todo el tiempo. No están solos. ¿Está bien?
Seguía hablando, sosteniéndolos solo con la voz, sosteniéndose a sí misma también. Entonces escuchó el ruido seco de algo cayendo y, enseguida, un grito diferente. No era miedo. Era dolor.
—¿Qué pasó, Lucas? —su voz se quebró—. ¡Dime qué pasó!
—Pedro cayó… —vino el alarido—. ¡Ina, hay sangre!
El mundo de Marina se estrechó hasta ser un punto. Empezó a embestir la puerta con el hombro, una y otra vez. La madera antigua resistía. La cerradura que antes guardaba objetos de valor ahora la mantenía lejos de lo que más amaba.
—Escúchame, Lucas —forzó firmeza en la voz—. ¿Puedes ir al baño?
Se oyeron pasos torpes.