Tengo casi 60 años, pero después de 6 años de matrimonio, mi esposo, 30 años menor que yo, todavía me llama "esposita". Todas las noches me hace beber agua. Un día, seguí a mi esposo a escondidas a la cocina y descubrí un plan impactante.

Soy Lillian Carter, tengo 59 años.

Hace seis años, me volví a casar con un hombre llamado Ethan Ross, de 28 años, treinta y un años más joven que yo.

Ethan y yo nos conocimos en una clase de yoga terapéutico en San Francisco. Me acababa de jubilar de la docencia y luchaba contra el dolor de espalda y la soledad tras la muerte de mi primer marido. Ethan estaba entre los instructores: encantador, amable, con esa seguridad serena que podía hacer que cualquier mujer olvidara su edad.

Mientras sonreía, el mundo pareció ralentizarse.

Desde el principio todos me dieron una advertencia:

—Va tras tu dinero, Lillian. Sigues de luto, eres vulnerable.

Después de todo, heredé una fortuna de mi difunto marido: una casa de cinco pisos en el centro, dos cuentas de ahorro y una villa en la playa de Malibú.

Sin embargo, Ethan nunca me pidió dinero. Cocinaba, limpiaba, me daba masajes en la espalda y me llamaba su "niña".

Todas las noches antes de acostarme, me daba un vaso de agua tibia con miel y manzanilla.

—Bébetelo todo, cariño —susurraba—. Te ayuda a dormir. No puedo descansar si no lo haces.

Y entonces, bebí.

Durante seis años pensé que había encontrado la paz: el amor en su forma más pura y gentil.

Hasta aquella noche.

Esa noche, Ethan me dijo que se quedaría despierto hasta tarde para cocinar un “postre de hierbas” para sus amigos de yoga.

—Vete a dormir primero, cariño —dijo, besándome la frente.

Asentí. Luego apagué las luces y fingí quedarme dormido.

Sin embargo, algo muy profundo dentro de mí —un susurro de intuición— no me dejaba descansar.

Me levanté silenciosamente, caminé de puntillas hasta el pasillo y eché un vistazo a la cocina.

Ethan estaba de pie junto al mostrador, de espaldas al mostrador, tarareando suavemente.

Observé cuando vertió agua tibia en mi vaso habitual, abrió el cajón del armario y sacó una pequeña botella ámbar.

Lo inclinó con cuidado (una, dos, tres gotas de un líquido transparente) en mi vaso.

Luego añadió miel, manzanilla y revolvió.

Me quedé paralizado. Se me revolvió el estómago. El corazón me latía con fuerza en las costillas.

Cuando terminó, llevó el vaso arriba, hacia mí.

Me apresuré a volver a la cama, fingiendo estar medio dormido.

Me entregó la bebida y sonrió.

“Aquí tienes, nena.”

Fingí un bostezo, tomé el vaso y dije que lo terminaría más tarde.