Los comentarios, al principio, lo confundían. Con el tiempo, lo herían. Y en la adolescencia, lo marcaban profundamente.
Aislamiento, lágrimas y una decisión silenciosa.
A los 13 años, Mateo comenzó a aislarse. Se sentaba solo en el comedor, evitaba participar en actividades y hablaba poco. Algunos profesores notaron que su rendimiento académico bajaba. Incluso pidió varias veces faltar a clases, alegando dolores de cabeza o de estómago.
Pero Rosa, con una intuición afilada, sabía que algo más estaba ocurriendo. Una noche lo escuchó llorar en su habitación.
“Entré, me arrodillé a su lado y él solo dijo: 'No quiero que nadie sepa lo que haces… se ríen de mí'. Ese momento me partió”, recuerda la madre, con la voz quebrada.
Sin embargo, en lugar de enfadarse o reprocharle vergüenza, Rosa contestó con firmeza y ternura:
— "Hijo, mi trabajo es duro, pero honesto. Gracias a él viene, estudias y vives. Algún día entenderás que lo que hacemos no nos define; nos define cómo tratamos a los demás."
Mateo no respondió, pero sus palabras germinaron lentamente en él.
A partir de entonces, el joven tomó una decisión silenciosa: convertir el dolor en propósito . Comenzó a estudiar más, a participar en actividades, a presentarse voluntario para proyectos comunitarios y mejorar paso a paso. Nadie lo veía, pero cada noche estudiaba mientras su madre descansaba de sus largas jornadas.
Del chico ignorado al alumno destacado
En su penúltimo año de secundaria, Mateo encontró a muchos profesores participantes en concursos académicos. A mitad de curso ganó el primer lugar en ciencias. Después obtuvo una mención especial en redacción y un reconocimiento municipal por un proyecto de reciclaje.
Lo que pocos sabían era que aquel proyecto estaba inspirado en su madre. “Ella me mostró que el trabajo humilde sostiene a la ciudad”, explicó en su ensayo.
Aunque sus logros comenzaron a ser reconocidos, las burlas no desaparecieron por completo. Algunos compañeros seguían obsesionados con su origen humilde. Pero ahora, por primera vez en su vida, a Mateo ya no le dolían como antes.
“Cada burla era gasolina”, recuerda hoy. “Me decía a mí mismo: Voy a llegar lejos y ustedes tendrán que escucharme algún día. ”
Ese día, inesperadamente, sería la graduación.
El discurso que nadie vio venir
Cuando la directora anunció que el mejor promedio de la generación era para Mateo Aranda , muchos estudiantes se miraron entre sí sorprendidos. Algunos aplaudieron tímidamente; otros, incrédulos, cuchicheaban. Mateo subió al escenario con pasos tranquilos.
Rosa estaba sentada en la última fila. Había pedido permiso para faltar a su turno, se había arreglado el cabello lo mejor que pudo y vestía su único vestido formal. Sus manos temblaban al sostener el programa de la ceremonia.
El auditorio quedó en silencio cuando Mateo se colocó frente al micrófono. Se esperaba un discurso largo: agradecimientos, recuerdos, frases motivacionales. Él, sin embargo, respiró hondo y fijó la mirada en el público antes de pronunciar: