En una mañana templada de junio, mientras el sol comenzaba a colarse entre las nubes sobre la pequeña ciudad de Valdemora, cientos de estudiantes se reunían en el auditorio municipal para celebrar uno de los días más importantes de sus vidas: la ceremonia de graduación. Entre ellos estaba Mateo Aranda , un joven de 18 años cuya historia, aunque desconocida para muchos, estaba a punto de cambiar la percepción de toda una comunidad.

Durante años, Mateo fue señalado, subestimado y ridiculizado por un detalle que él nunca eligió: ser hijo de una trabajadora de limpieza pública , o como algunos de sus compañeros decían con crueldad, “el hijo de la basurera”. Pero aquel día, frente a padres, maestros y autoridades locales, el chico al que muchos intentaron aplastar con palabras dio un discurso que nadie lograría olvidar.
Y lo que más impactó fue que solo necesitaba una frase .
Un niño que aprendió pronto la dureza del mundo.
La historia de Mateo comienza en el barrio de Las Peñas, una de las zonas más humildes de la ciudad. Su madre, Rosa Aranda , trabajó durante 22 años como recolectora de basura municipal. Cada madrugada salía de casa a las 4:30 am, cuando la mayoría de la ciudad aún dormía, para manejar uno de los camiones de limpieza y recorrer las calles acumulando desechos.
Mateo recuerda que, de niño, solía despertarse con el sonido de la puerta cerrándose suavemente. “Siempre se iba tratando de no hacer ruido, como si quisiera protegerme de lo duro que era su trabajo”, narra. Su padre abandonó a la familia cuando él tenía cuatro años, dejando a Rosa sola frente a la responsabilidad de criar y sostener a su hijo.
A pesar del esfuerzo de su mdre, Mateo creció escuchando opiniones duras sobre el oficio que les daba de comer. No fueron pocas las veces en que, al llegar a la escuela, escuchaba los comentarios de otros niños:
—“Hueles a basura”.
—“Ahí viene el hijo de la recolectora”.
—“Seguro tu mamá recoge lo que se le cae a la gente.”