Reencontrarme con mi primer amor y casarme con él a los 60 años fue como un sueño… hasta que la noche de bodas me reveló un secreto que me impactó.
A los sesenta años, yo, María Fernández, juré que ya no necesitaba el amor para sentirme completa. Tras un divorcio complicado y muchos años viviendo sola en Valencia, había aprendido a disfrutar de mis rutinas simples: el café en la terraza, mis clases de pintura, los paseos por el Turia. Pero un día, en una reunión de antiguos alumnos del instituto, el destino decidió reescribir mis planes.
Allí estaba él: Javier López, mi primer amor, el chico que me había hecho sentir invencible cuando tenía diecisiete años. Su mirada seguía siendo la misma: cálida, profunda, capaz de derribar todas mis defensas en un instante. Cuando se acercó a saludarme, sentí que el tiempo retrocedía. Me habló de su vida en Sevilla, de su viudez de cinco años y de lo mucho que había cambiado desde aquellos tiempos. Sin embargo, había algo en su voz, una mezcla de nostalgia y deseo de recuperar algo perdido, que me atrapó sin remedio.
Comenzamos a hablar cada día. Videollamadas, mensajes largos, confesiones que nunca nos habíamos dicho. En cuestión de meses, Javier se trasladó a Valencia “para empezar de nuevo”, según él. Y así, sin que yo lo planeara, volvimos a enamorarnos como dos adolescentes que descubren el mundo.
A los nueve meses, me pidió matrimonio. A mis sesenta años me sentía ridícula y feliz al mismo tiempo. Nunca pensé que volvería a vestirme de blanco, pero allí estaba yo, rodeada de mis hijos y amigos, con el corazón latiendo como si fuera el primer día de mi vida. Él lloró al verme entrar. Yo también.
La boda fue íntima, emotiva, perfecta. Pero la verdadera historia comenzó aquella noche, cuando llegamos al pequeño hotel rural que habíamos reservado para nuestra luna de miel. Aún llevaba en la piel el temblor de los bailes y los abrazos recibidos.
Javier me tomó de la mano, respiró hondo y dijo con voz quebrada: