Nuestros familiares siempre decían:
—Antônio, aún estás fuerte y sano. Un hombre no debería vivir solo para siempre.
Él simplemente sonreía con calma y respondía:
“Cuando mis hijas se hayan establecido, entonces pensaré en mí”.
Y él realmente lo creyó.
Cuando mi hermana se casó y conseguí un trabajo estable en São Paulo, por fin tuvo tiempo para ocuparse de su propia vida. Entonces, una noche de noviembre, nos llamó con un tono que no había oído en años: cálido, esperanzado, casi tímido:
"Conocí a alguien", dijo. "Se llama Larissa".
Mi hermana y yo nos quedamos impactadas. Larissa tenía treinta años, la mitad de la edad de mi padre.
Trabajaba como contadora en una compañía de seguros local, estaba divorciada y no tenía hijos. Se conocieron en una clase de yoga para personas mayores en el centro comunitario.
Al principio, pensamos que se estaba aprovechando de él. Pero cuando la conocimos —amable, educada y de voz suave— nos fijamos en cómo miraba a mi padre. Y en cómo él la miraba. No era lástima. Era paz.
La ceremonia tuvo lugar en el patio trasero de nuestra casa familiar, bajo un gran árbol de mango decorado con lucecitas. Nada extravagante, solo una sencilla reunión de amigos y familiares, pollo asado, refrescos, risas y algunas lágrimas.
Larissa llevaba un vestido rosa claro, el pelo recogido y una mirada tierna en sus ojos. Mi padre parecía nervioso pero feliz, como un joven enamorado por primera vez.
⏬ Continua en la siguiente pagina ⏬