Al día siguiente, nos llevó en su viejo coche.
Recorrimos un camino que ascendía por las montañas hasta llegar a una vasta extensión de terreno rodeada de árboles. En el centro se alzaba una sencilla casa de madera, rodeada de flores.
—¿De quién es esto, tío? —pregunté.
—Nuestro —respondió—. Es para la familia.
Tras salir de la cárcel, trabajó en distintos lugares, ahorrando poco a poco hasta que compró aquel terreno. Durante diez años lo cultivó, construyó la casa, pero nunca se lo contó a nadie.
Mi madre lloró y yo la abracé, incapaz de decir palabra.
—Tío, ¿por qué no te quedaste con ese dinero? —le pregunté—.
—No necesito mucho —respondió—. Aprendí que cuando uno se equivoca, lo único que necesita es a alguien que siga creyendo en su bondad. Esta es mi forma de devolver esa confianza.
Pasaron los días. Mamá se recuperó, quizá gracias al aire fresco y a las dulces frutas del huerto. Ayudé a venderlas a los viajeros.
Decían: «Estas frutas tienen un sabor diferente, más dulce».