Al día siguiente, nos llevó en su viejo coche.
Recorrimos un camino que ascendía por las montañas hasta llegar a una vasta extensión de terreno rodeada de árboles. En el centro se alzaba una sencilla casa de madera, rodeada de flores.
—¿De quién es esto, tío? —pregunté.
—Nuestro —respondió—. Es para la familia.
Tras salir de la cárcel, trabajó en distintos lugares, ahorrando poco a poco hasta que compró aquel terreno. Durante diez años lo cultivó, construyó la casa, pero nunca se lo contó a nadie.
Mi madre lloró y yo la abracé, incapaz de decir palabra.
—Tío, ¿por qué no te quedaste con ese dinero? —le pregunté—.
—No necesito mucho —respondió—. Aprendí que cuando uno se equivoca, lo único que necesita es a alguien que siga creyendo en su bondad. Esta es mi forma de devolver esa confianza.
Pasaron los días. Mamá se recuperó, quizá gracias al aire fresco y a las dulces frutas del huerto. Ayudé a venderlas a los viajeros.
Decían: «Estas frutas tienen un sabor diferente, más dulce».
Mi tío sonrió y respondió:
“Porque fueron plantadas con gratitud.”
Un día, encontré una vieja caja de madera en un rincón de la casa.
En la tapa estaban grabadas las palabras: «Si estás leyendo esto, significa que ahora descanso en paz».
La abrí. Dentro estaban la escritura de propiedad a mi nombre y una carta:
“No se me da bien expresarme con palabras, por eso planté. Gracias a ti y a tu madre por no rechazarme cuando todos los demás lo hicieron. No tengas miedo de cometer errores; ten miedo de perder la bondad de tu corazón.”
No pude terminar de leerlo… las lágrimas me lo impidieron.
Meses después, mi tío enfermó. Cáncer terminal, dijo el médico.
En su último momento en el hospital, tomó la mano de mi madre y murmuró débilmente:
“Hermana… qué triste no ver a Tin (a mí) casarse. Pero me voy feliz. Sé que ahora entiende lo que significa vivir bien.”
Mi tío falleció en una tarde tranquila.
El velatorio fue sencillo: sin flores, sin lujos, solo asistieron unos pocos vecinos.
Tras el entierro, me quedé de pie en medio del jardín que él había plantado.
El viento rozaba las hojas, y juraría que oí su voz:
“No odies al mundo. Vive bien y la vida te tratará bien.”
Un año después, el huerto de mi tío se había convertido en una gran plantación.
De allí obtenemos nuestro sustento hasta el día de hoy.
Pero para mí, la herencia más valiosa no fue la tierra, sino la lección de confianza y bondad.
Si mi madre hubiera hecho como los demás aquel día y le hubiera dado la espalda, quizá nunca hubiéramos tenido otra oportunidad.
Y sin mi tío, probablemente seguiríamos sufriendo.
Por eso, cuando alguien me pregunta quién es el héroe de mi vida, solo tengo una respuesta:
“Mi tío, el hombre al que todos rechazaban, pero que nos amaba con un corazón puro.”