Mi tío acababa de ser liberado, y mientras toda la familia le daba la espalda, solo mi madre le abrió los brazos para recibirlo…
Cuando el negocio familiar quebró, mi tío simplemente dijo:
“Ven conmigo. Quiero enseñarte algo.”
Cuando llegamos a ese lugar, rompí a llorar del susto…
Mi padre falleció cuando yo cursaba quinto grado. El día de su funeral, mi madre apenas podía hablar del dolor. Los familiares solo ofrecieron unas pocas palabras de consuelo antes de marcharse, cada uno siguiendo su propio camino. Desde entonces, mi madre nos mantuvo sola, trabajando en lo que fuera para que yo pudiera ir a la escuela.
El único que nos visitaba con frecuencia era mi tío, el hermano menor de mi padre. Pero al cabo de un año, lo encarcelaron por herir a alguien en estado de ebriedad. Desde entonces, todos le dieron la espalda.
“La mala sangre no desaparece”, dijeron.
Miraron a mi tío con recelo… y esa mirada también llegó a nosotros.
Diez años después, mi tío fue liberado.
“Aléjense de él”, advirtió su familia. “No queremos compartir su vergüenza”.
Pero mi madre, una mujer acostumbrada al sufrimiento, respondió:
“Sigue siendo el hermano de tu padre. Es de nuestra sangre, pase lo que pase.”

Vi a mi tío de pie frente a la puerta; delgado, con una mochila rota al hombro.
Mi madre sonrió y abrió la puerta.
“Pasa, hermano. Siempre habrá un lugar para ti en esta casa.”
A partir de entonces, mi tío vivió en la antigua habitación de papá. Todas las mañanas salía a trabajar; por la tarde arreglaba la cerca, barría el patio y cuidaba las plantas del jardín.
Una vez lo vi plantando algo y le pregunté qué era. Sonrió y dijo:
“Lo que siembre aquí… alimentará los corazones buenos.”