Rachel nunca había sido cautelosa con la seguridad. La había visto ingresar su código docenas de veces: el cumpleaños de su hijo, el día especial de mi nieto Ethan. Cuatro dígitos: 0815. 15 de agosto.
El teléfono se abrió sin resistencia.
Navegué a los mensajes con dedos temblorosos. El contacto estaba guardado simplemente como “T”, solo una letra, nada más. Pero el hilo de mensajes se remontaba a meses, tal vez años. Me desplacé hacia arriba, viendo pasar las fechas.
“No puedo esperar a verte mañana. Usa ese vestido morado que me encanta”. “Gracias por anoche. Me haces sentir vivo de nuevo”. “Tu esposo no sospecha nada. Estamos a salvo”.
Tu esposo. Mi hijo, Michael. El esposo de Rachel durante quince años. Padre de mi nieto. El chico que había ayudado a Harold a reconstruir el granero cuando tenía solo diecinueve años.
Me hundí en la silla junto a la puerta: el regalo de bodas de Harold para mí, una pieza de roble tallada a mano que había tardado tres meses en perfeccionar. El teléfono se sentía caliente en mis manos, ardiendo con secretos que nunca había querido saber.
Los mensajes anteriores eran diferentes. Planificación cuidadosa. “El mismo lugar de siempre. La granja es perfecta. Ella nunca sospecha. Asegúrate de que la vieja no nos vea. Es más lista de lo que parece”.
La vieja. Yo. Se habían estado reuniendo aquí en mi casa. Justo debajo de mis narices.
Me desplacé más, mi corazón martilleando contra mis costillas. Entonces lo encontré: un mensaje que hizo que el mundo se detuviera.
“Todavía tengo algo de su ropa en la cabaña. ¿Debería deshacerme de ella o quieres conservarla como recuerdo?”
Su ropa. La ropa de Harold.