“Esto es para él”, dijo, entregándome la carpeta. “Fotos, cartas… cosas que su padre quiso darle algún día, pero nunca se atrevió. Las he guardado todos estos años. No merezco que escuches esto, pero… creo que sí merece que su hijo sepa algo sobre él”.
No sabía qué decir.
Por primera vez, no lloraba. Tampoco temblaba. Sentía… paz, aunque fuera una paz frágil.
—No sé si puedo perdonarte —dije honestamente.
—Lo sé —respondió ella, bajando la mirada—. Solo quiero que sigas adelante sin ese peso. El que te puse sin ningún derecho.
Nos despedimos sin abrazos, sin promesas. Solo con la sensación de que una historia dolorosa finalmente había llegado a su fin.
Esa noche, mi hijo abrió la carpeta. Miró cada foto con reverente silencio. Al terminar, me miró y dijo:
“Quizás él no tuvo la oportunidad de ser mi padre, pero… yo sí tuve la oportunidad de tenerte.”
Y comprendí, por fin, que aunque el pasado no se podía cambiar, podíamos elegir qué hacer con sus restos. Y elegimos seguir adelante. Sin resentimiento. Sin culpas ajenas. Solo con la verdad y la fuerza que nos había sostenido desde el principio.