Mi hermano Bruno se quedó a mitad de la escalera, boquiabierto. Mi madre parpadeó, incapaz de procesar la frase.

Alejandro sacó una pequeña caja de terciopelo del bolsillo y me la entregó. Dentro había una llave y una etiqueta de una firma de alta costura colgada junto a la puerta.

—Sé exactamente lo que ha hecho—dijo, mirando fijamente a mi madre—. Y esto no se va a quedar así.

Antes de irse, añadió con una frialdad perfecta:
—Me llevo a mi esposa. Mañana hablaremos… de consecuencias.

Mientras cruzábamos el umbral, una pregunta martillaba el aire:

¿Quién era realmente Alejandro Vega… y qué precio iba a pagar mi familia cuando descubrieran la verdad?

El coche avanzaba por las calles de Madrid en un silencio espeso. Yo miraba mis manos, aún temblorosas. Alejandro conducía con una precisión casi quirúrgica.

—Lo siento—murmuré—. No quería que lo supieras así.

Él detuvo el coche en un semáforo y me miró.
—Hanna, llevas años protegiéndolos. Hoy se acabó.

No me llevó de compras. Me llevó a un ático discreto en Salamanca, lejos del lujo ostentoso. Allí, por primera vez en mucho tiempo, me sentí segura.