“Así te quedará mejor”—dijo mi madre, Mercedes, cerrando las tijeras con un chasquido seco—. Es más acorde a lo que eres.

Las telas de mis vestidos cayeron al suelo como plumas muertas. Uno por uno. Ropa que había comprado con años de trabajo, convertida en trapos en menos de diez minutos. Era el día anterior a la boda de mi hermano Bruno, el orgullo de la familia, y yo, Hanna López, volvía a ocupar mi lugar habitual: el estorbo.

Mi tía Carmen se rió desde la puerta.
—Quizá ahora, vestida así, alguien se apiade y salga contigo—añadió, levantando su copa.

No lloré. Aprendí hace años que llorar solo les daba más poder.

Bajé las escaleras con lo único que quedó intacto: una camiseta vieja y unos vaqueros gastados. Entonces sonó el timbre.

—¡Hanna!—gritó mi madre desde la cocina—. ¡Abre tú! No estás haciendo nada útil.

Tomé aire y giré el pomo de la puerta.

Allí estaba Alejandro Vega.

Alto, impecable, con un traje gris oscuro que gritaba dinero sin necesidad de logos. No el dinero ruidoso de mi familia, sino el silencioso, peligroso. Sus ojos recorrieron mi ropa rota. Su mandíbula se tensó.

—¿Te han hecho esto?—preguntó en voz baja.

Asentí.

No dijo nada más. Tomó mi mano y entró conmigo.

Mi tía Carmen fue la primera en verlo. Se quedó paralizada. La copa se le resbaló de los dedos y se estrelló contra el suelo.

Mi madre salió dispuesta a gritar… hasta que lo vio. Su rostro perdió el color.

Alejandro se adelantó y le tendió la mano con una calma que helaba la sangre.
Alejandro Vega—dijo—. El marido de Hanna.

El silencio fue absoluto.