"Sigue intentándolo. Te prometo que alguien abrirá la puerta pronto". Cuando terminó la llamada, me quedé allí, diciéndome que no era nada. Una confusión. Un accidente.
Dos horas después, volví a mirar. Cuatro llamadas perdidas más. Un mensaje: «Mamá, creo que están aquí. Ven, por favor». Se me encogió el estómago. La llamé. Contestó entre sollozos. «Mamá, no me dejan entrar».
Mi voz salió aguda: "¿Quién no lo hará?"
Abuela. Tía Brittany. Llamaron a la puerta. La abuela dijo que ya no vivimos aquí.
Me quedé paralizada. "Me dijo que dejara de tocar. Dijo que estaba siendo dramática".
Algo pesado y oscuro me recorrió el pecho. «Hannah, escúchame. ¿Estás a salvo?»
Estoy bajo la luz del porche. Sigue lloviendo.
—Está bien. Quédate ahí. No te muevas. Me voy.
No pedí permiso. Localicé a mi supervisor y le dije: «Mi hija se quedó fuera. Es una emergencia familiar». Empezó a discutir, pero una sola mirada a mi rostro lo hizo callar. Cinco minutos después, estaba en mi coche, con la bata aún húmeda por el desinfectante, y la lluvia caía furiosamente por el parabrisas. Ya no era enfermera; solo era una madre, agarrando el volante, temblando mientras conducía en medio de la tormenta.
Para cuando llegué a la entrada, ya estaba anocheciendo. Hannah estaba acurrucada en el porche, con las rodillas encogidas y el pelo empapado. Corrí hacia ella y la abracé. Estaba helada. "Lo siento", susurró, como si hubiera hecho algo malo.
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