“¿Él… también era tu amante?” – pregunté suavemente.
Eleanor me miró sonriendo tristemente:
Sí. Pero ese amor nunca fue reconocido.
Le estaba agradecida, pero nunca me atreví a amar de nuevo. Hasta que te conocí.
Esa frase me encogió el corazón.
No sabía si debía conmoverme o asustarme.
Guardé silencio un buen rato.
Eleanor estaba sentada frente a mí, con la luz de la noche iluminando su rostro cansado.
Yo pregunté:
¿Por qué me cuentas esto? Puedes ocultarlo, nadie lo sabrá.
Ella respondió suavemente:
"Porque me estoy muriendo, Ethan."
Me sobresalté.
"¿Qué estás diciendo?"
Tengo cáncer de páncreas terminal. No me queda mucho tiempo.
No quiero irme con mentiras.
Me casé contigo no solo porque te amo, sino también porque quiero encontrar a alguien digno de conservar lo que me queda de bueno.
Me entregó un expediente grueso.
Dentro estaban el certificado de transferencia de bienes, los derechos de herencia y un testamento notariado.
Todos mis bienes —restaurantes, acciones, terrenos— están ahora a tu nombre.
Pero tienes que prometerme una cosa.
"¿Qué?"
“Guarda todo lo bueno del pasado y nunca le digas la verdad a nadie.
Si me amas, deja que Eleanor Hayes muera como una buena mujer.
Incliné la cabeza y las lágrimas brotaron de mis ojos.
No porque tuviera miedo de perder esa fortuna, sino porque por primera vez entendí:
amar a alguien que ha cometido un error no significa amar el pecado, sino amar la parte de él que todavía conoce el remordimiento.
4. Dos años después…
Eleanor murió una mañana de otoño mientras las hojas amarillas caían sobre el porche de la villa de Portland.
Estuve a su lado hasta su último aliento.
Antes de cerrar los ojos, dijo en voz baja:
“Ethan, eres el perdón que no me atrevo a pedir”.
Después del funeral, la prensa publicó una gran noticia:
“La empresaria Eleanor Hayes falleció, dejando todos sus bienes valorados en cientos de millones de dólares a su joven esposo”.
La gente chismorreaba, algunos criticaban, algunos estaban celosos.
Pero nadie lo sabía, no toqué ni un centavo.
Vendí la cadena de restaurantes y todo el dinero fue a la Fundación Eleanor, que ayuda a mujeres maltratadas, algo que Eleanor había querido hacer.
Cada año, en el aniversario de su muerte, regreso a la antigua villa.
Sentado en la silla donde ella solía tocar el piano, escucho su pieza favorita, “Moonlight Sonata”.
Y cada vez, siento algo, como su voz susurrando en el viento:
-Hiciste un buen trabajo, Ethan.