“Llegué a la cena de Navidad cojeando, con el pie enyesado. Días antes, mi nuera me había empujado a propósito. Cuando entré, mi hijo soltó una risa burlona: ‘Mi esposa solo te dio una lección. Te lo merecías’. Entonces sonó el timbre. Sonreí y abrí la puerta. ‘Pase, oficial’.”

Ese domingo por la mañana fue el día en que murió Sophia Reynolds. La mujer ingenua que creía en la familia por encima de todo, que confiaba ciegamente en su hijo, que veía bondad donde solo había codicia, murió allí en esa cama vacía. Y en su lugar, nació otra Sophia. Una que sabía defenderse, una que no permitiría que nadie más la tratara como una idiota, y esa nueva Sophia estaba a punto de demostrarles a Jeffrey y Melanie que habían elegido a la víctima equivocada.

Pasé los días siguientes observando. No los confronté. No dejé ver que sabía nada. Seguí siendo la misma vieja Sophia frente a ellos, la madre amorosa, la suegra atenta, la viuda solitaria que dependía de la compañía de ambos. Pero por dentro estaba armando un rompecabezas.

Empecé a prestar atención a detalles que antes habían pasado desapercibidos. La forma en que Melanie siempre aparecía en la sala cuando el cartero traía correspondencia del banco. Cómo Jeffrey desviaba la mirada cuando mencionaba las panaderías. Los susurros que se detenían abruptamente cuando entraba en una habitación. Todo comenzó a tener sentido, un sentido siniestro y doloroso.

Decidí que necesitaba entender la magnitud del problema. Programé una reunión con Robert Morris, el contador que había manejado las finanzas de las panaderías desde la época de Richard. Inventé alguna excusa sobre una revisión de fin de año y fui sola a su oficina en el centro.

Robert era un hombre serio, de unos sesenta años, que siempre manejaba nuestros negocios con discreción y eficiencia. Cuando le pedí que revisara todos los movimientos financieros del último año, tanto personales como corporativos, frunció el ceño, pero no lo cuestionó. Lo que descubrí en las siguientes tres horas me dieron ganas de vomitar.

Además de los doscientos treinta mil dólares que había prestado conscientemente, había retiros regulares de las cuentas de las panaderías que yo no había autorizado. Pequeñas cantidades, dos mil aquí, tres mil allá, siempre los jueves cuando tenía mi clase de yoga y Jeffrey estaba a cargo de firmar algunos documentos de la empresa.