La tormenta de nieve desgarró el cielo, como si intentara arrancar lo último…

La miró fijamente a los ojos:

—Quiero que vivas.

Ella rompió a llorar.

Él no se acercó, no la consoló. Simplemente se quedó allí, tomándole las manos.

Al amanecer, recogió sus cosas, los mismos harapos con los que había llegado.

Antes de irse, dijo:

—Dices que estás muerto. Pero los muertos no salvan vidas.

Él no respondió. Simplemente la observó.

Pasaron dos años.

En primavera, durante la misma tormenta que una vez casi se la llevó, una mujer llegó de nuevo al pie del Hargita.

Llevaba un niño en brazos, un niño pelirrojo.

Subió despacio pero con paso firme.

En la cima se alzaba una vieja cabaña.

La puerta se abrió de golpe con el viento.