Pasaron los días. Ilona recobró el sentido poco a poco.
Él apenas hablaba; solo traía leña, preparaba una poción y le cambiaba las vendas de las manos congeladas.
De vez en cuando, salía a la roca donde se alzaba la vieja cruz. Allí permanecía largo rato, en silencio, hasta que la nieve ocultaba su figura.
Un día, decidió preguntar:
—No estás aquí por nada…
—Y no te has escapado sin más —respondió él.
Entonces ambos guardaron silencio.
(Clímax)
La primavera no llega a las montañas; simplemente sucede.
La nieve se asienta, los arroyos empiezan a murmurar y el aire huele a tierra húmeda.
Ilona ya sabía caminar. A veces se acercaba al umbral de la cabaña y miraba hacia abajo, hacia donde se escondía el valle.
—¿Volverás? —preguntó él un día.
—A ninguna parte.