Haralamb Jon, su padrastro. Viejo, gordo, con manos de carnicero y ojos desprovistos de toda humanidad.
La vendió.
Por un saco de harina, tres jarras de aguardiente casero y la promesa de que su nuevo «marido» saldaría sus deudas.
No protestó. No podía. Solo de noche, cuando él dormía, le robaba su vieja chaqueta y algo de pan y se escabullía en la oscuridad.
Corría sin mirar atrás. Hasta que el viento se convirtió en un muro.
Ahora cada respiración le quemaba. Cada movimiento era doloroso.
Pero más adelante, en las viejas cabañas de caza, en el paso, quizá encontrara una hoguera que la salvara.
Su única esperanza.
“Solo un poco más… si tan solo pudiera llegar…” susurró, cayendo en la nieve.
El mundo se estremeció. La blancura lo inundó todo.
Apenas sentía dolor; solo un agotamiento tan profundo que incluso el miedo se desvaneció.
Su último pensamiento: que al menos la muerte sea cálida.
Y justo cuando perdía la consciencia, una sombra se inclinó sobre ella.
Una voz áspera, cortante, como si el viento mismo hablara: