“Bajo la nieve, silencio”
(Introducción)
Una ventisca desgarraba el cielo, como si intentara arrancarle los últimos destellos de luz.
Las crestas de Hargita se perdían en la espesa nieve, y solo relámpagos ocasionales iluminaban los acantilados silenciosos, donde el viento aullaba como una bestia enajenada.
En medio de esta locura, una mujer caminaba. O mejor dicho, ya no caminaba, sino que avanzaba con dificultad, cayendo y levantándose una y otra vez.
Se llamaba Ilona Moraru. Veinticinco años, con el pelo rojo que ahora, bajo una capa de escarcha, parecía gris.
No recordaba cuánto tiempo llevaba caminando. El tiempo se disolvía en la ventisca, como una gota de sangre en la nieve.
Cada paso, una lucha. Cada respiración, un dolor.
No sentía los dedos, los labios, las mejillas. Solo un fuego en su interior, débil, pero vivo.
No podía parar.
Tras ella se extendía la aldea de Gyomesh. Una casa que olía a pálinka y tabaco. Y la voz de un hombre que ya no podía oír:
«¡Tú, Ilona, ahora pagas mi deuda! ¡La boda es mañana!»