“Diego, yo… yo puedo explicarlo,” balbuceó Valeria, su tono tembloroso y entrecortado, incapaz de sostener la mirada del hombre que había intentado engañarla.
“¿Explicar qué?” replicó él, manteniendo la calma, pero con un filo en la voz que no dejaba lugar a dudas. “¿Que pensabas usar a mis hijos? ¿Que me engañabas? ¿Que los tratabas así cuando creías que no estaba mirando?”
Cada palabra caía con precisión, como un golpe silencioso, dejando a Valeria sin escapatoria, mientras la tensión en la habitación se hacía casi tangible.
Ella intentó dar un paso hacia él, una mezcla de arrogancia y desesperación, pero Diego levantó la mano con un gesto de autoridad absoluto, un gesto que decía que no habría discusión, que no habría manipulaciones ni excusas.
“Te di una oportunidad,” continuó él con voz firme, llena de convicción. “No solo conmigo, con ellos. Y fallaste.”
La mujer derrotada sintió que todo su mundo se desmoronaba. Tomó sus cosas con manos temblorosas y salió sin mirar atrás, sabiendo que no podría revertir el juicio de aquel hombre que la había descubierto y que protegía lo más importante en su vida: sus hijos.
Mientras la puerta se cerraba con un golpe sordo, Diego abrazó a los trillizos con más fuerza, dejando que su calor y su presencia les devolvieran la sensación de seguridad que Valeria había intentado arrebatarles.
“Papá, ¿ya no va a volver?”, preguntó Sofi con una voz pequeña y temblorosa, buscando consuelo en el abrazo de su padre.
Diego los besó en la frente, sintiendo cómo cada latido de su corazón se llenaba de un alivio profundo, mientras murmuraba con firmeza y ternura a la vez.
“Nunca más,” prometió. “Nadie vuelve a lastimarlos mientras yo esté vivo.”
En ese momento, la mansión, que minutos antes había estado impregnada de tensión y miedo, recuperó una atmósfera de seguridad y calma. La luz del atardecer bañaba a los cuatro en un resplandor cálido y dorado. Y Diego comprendió que había tomado la decisión correcta al observar y proteger, al esperar el momento exacto para intervenir. Sus hijos podían finalmente sentirse seguros, amados y libres de la influencia de alguien que no merecía estar cerca de ellos, mientras él, el padre viudo, retomaba el lugar que siempre debía ocupar: como su protector, su guía y su refugio inquebrantable.