La Máscara de Oro Roto

La mansión estaba sumida en un silencio casi solemne, una calma engañosa que parecía flotar entre los pasillos decorados con mármol pulido y cuadros heredados de generaciones pasadas. La luz cálida del atardecer se filtraba por los ventanales altos, bañando todo en un tono dorado que contrastaba con el peso emocional que cargaba Diego en el pecho.

El viudo millonario se había escondido detrás de una puerta entreabierta en el pasillo principal, justo al lado de la sala, con el corazón latiendo de manera irregular, como si quisiera advertirle que lo que estaba por descubrir podía cambiarlo todo.

Desde la muerte de su esposa, tres años atrás, él había vivido entre dos mundos: el del dolor silencioso que lo perseguía cada noche y el de la responsabilidad absoluta de criar a sus trillizos, Luca, Sofi y Mateo, quienes con sus risas y travesuras eran la única luz capaz de atravesar la neblina constante de su duelo. Y aunque Valeria, su nueva novia, había llegado a su vida como un soplo de aire fresco —elegante, segura, siempre sonriente ante la sociedad—, algo en su interior nunca había terminado de confiar plenamente en esa perfección tan pulida, tan estratégica, que parecía construida para encajar en los titulares de revistas de estilo más que en la intimidad de un hogar verdadero.

Por eso hoy, armado de intuición y temor, había tomado la decisión más difícil: fingir un viaje repentino, salir por la puerta principal como si partiera a una reunión de negocios y luego entrar por la entrada del servicio para esconderse y observar lo que nadie más debía ver. Era su prueba final, su manera de saber si Valeria era la mujer indicada no solo para él, sino sobre todo para sus hijos, quienes merecían la ternura que él ya no siempre sabía darles en medio de su propia fragilidad emocional.

Desde su escondite, con la respiración contenida y los dedos apretados contra el marco de la puerta, vio entrar a Valeria. Sus tacones marcaban un ritmo firme sobre el mármol, un ritmo que antes le había parecido encantador, pero que ahora sonaba casi amenazante.

Traía puesta una sonrisa elegante, esa misma sonrisa que usaba en eventos sociales donde la gente la elogiaba por su gracia, su educación y su supuesto amor por los niños. Pero en cuanto cruzó el umbral de la sala y creyó que estaba completamente sola, la sonrisa se desvaneció de manera abrupta, revelando un rostro impaciente, afilado, como si su verdadero carácter se hubiera quitado una máscara.

“Niños,” ordenó con un tono seco que hizo eco en la habitación. “Siéntense y no toquen nada. No quiero desorden.”

Los trillizos reaccionaron de inmediato. Sofi abrazó con fuerza su muñeca favorita como si fuera un escudo contra el mal. Mateo bajó la mirada, jugando nervioso con sus dedos. Y Luca, el más valiente, tragó saliva antes de tomar la mano de sus hermanos, tratando de mantenerse firme, aunque no pudiera esconder del todo la sombra de miedo que cruzó por sus ojos.

Desde la penumbra del pasillo, Diego sintió cómo algo dentro de él se tensaba, un nudo que apretaba su garganta mientras observaba escenas que jamás imaginó presenciar. Su mente buscaba excusas automáticas. Quizá era un mal día. Quizá estaba cansada. Pero su intuición, esa voz que rara vez le fallaba, le susurraba que lo que veía no era un accidente, sino una verdad que había estado oculta bajo capas de encanto superficial.

Y aunque una parte de él quería salir corriendo, detenerla, proteger a sus hijos, en ese mismo instante había algo más fuerte que lo frenaba. La necesidad de ver hasta dónde llegaría Valeria cuando pensaba que nadie podía juzgarla. Lo que estaba presenciando apenas era el principio, y aunque aún no lo sabía, aquel minuto marcaría el comienzo del derribo de todo lo que él creía conocer sobre la mujer en quien había confiado su corazón y, lo más importante, el bienestar de sus hijos.