Cuando las puertas se cerraron, la confrontación fue brutal. “Estoy embarazada, tío. De cuatro meses”, confesó ella. “¿Quién es el padre?”, rugió él. “¡Arreglaremos un matrimonio!” “No puedo casarme con él”. “¿Por qué? ¿Es un cura? ¡Habla!” “Porque no sé cuál de los tres es el padre”. Don Sebastián palideció. “¿Tres hombres?” “Sí”, dijo ella, levantando la barbilla. “Domingo Lucumí, José Gregorio Silva y Miguel Tomás Barrios. Tu capataz negro, tu mayordomo mulato y tu herrero negro”.
El caos se desató. Doña Clemencia se desmayó. Rodrigo quedó boquiabierto. Don Sebastián, lívido de ira, juró venganza. “¡Esclavos! ¡Te has revolcado con esclavos! ¡Nos has destruido!” “Lo hice porque quise. Nadie me forzó”. “¡Peor! Estás loca. Los esclavos serán ejecutados inmediatamente. Tú serás declarada demente y encerrada en un convento”. “Demasiado tarde, tío”, dijo Catalina con una sonrisa amarga. “Ya todo está escrito. Ya las cartas fueron enviadas a Caracas. En este momento, media ciudad debe estar leyendo nuestra historia”.
La furia de Don Sebastián fue total. Agarró a Catalina, pero Rodrigo lo detuvo. “Padre, cálmate. Necesitamos pensar”. “Los tres serán ejecutados mañana al amanecer”, sentenció Don Sebastián. “Y tú enfrentarás un juicio eclesiástico. Que Dios tenga piedad de tu alma”.
Esa noche, los tres hombres esperaban su destino en un cobertizo, encadenados pero juntos. “¿Creen que valió la pena?”, preguntó Miguel, temblando. “Sí”, dijo José Gregorio. “Vivimos con dignidad, aunque sea por poco tiempo”. Domingo miró hacia la casa grande. “Llevará tiempo, pero llegará el día en que un hombre negro podrá amar a quien quiera. No llegaremos a verlo”. “No”, dijo José Gregorio. “Pero quizás el hijo de Catalina sí”. Ese niño, que llevaría la sangre de uno de ellos pero el legado de los tres, era su única trascendencia.
En la casa grande, Catalina estaba encerrada en su habitación, escuchando cómo el amanecer se acercaba. Había suplicado, ofrecido su fortuna, pero Don Sebastián estaba decidido.