El mundo se le puso borroso. Tres semanas. Tres semanas de hambre y él sin sospechar nada. Revisó rápido su celular: ningún mensaje, ninguna llamada perdida de su madre. Rareza total. Ella siempre lo llamaba, aunque fuera solo para preguntarle si estaba comiendo bien.
—¿Dónde está ahora? —preguntó, con un hilo de voz.
—La vi hace como veinte minutos caminando hacia la casa de Mariana, allí al final de la calle.
Mauricio prácticamente salió corriendo. Cada paso le pesaba toneladas. Doblando la esquina, bajo la luz amarilla del poste, la vio: una figura encorvada, extremadamente delgada, con un vestido que le quedaba grande y un plato vacío entre las manos temblorosas. Era su madre, pero parecía haber envejecido años en quince días.
—¡Mamá! —gritó él, con un nudo en la garganta.
Maria das Dores se giró despacio. Cuando lo vio, los ojos se le llenaron de lágrimas de inmediato. El plato casi se le resbaló. Dio un pasito hacia atrás, como si quisiera esconderse.
—Mauricio… hijo… volviste —susurró, avergonzada.
En ese instante, el collar de perlas dejó de tener sentido. Mauricio corrió y la abrazó con toda su fuerza. Sintió los huesos marcados bajo la tela, el cuerpo temblando, el llanto contenido de semanas explotando en sollozos contra su pecho. Ella repetía entre lágrimas:
—Perdóname, hijo, perdóname por avergonzarte así…
Y él solo pensaba una cosa: el avergonzado era él. Lo que estaba a punto de descubrir esa noche no solo rompería su corazón, sino que también lo obligaría a elegir entre su matrimonio y la mujer que le había dado la vida.
Llevaron a Maria a la cocina de Mariana, donde la vecina ya los esperaba con un plato de sopa caliente. Maria se sentó despacio, como si cualquier movimiento pudiera quebrarla. Tomó la cuchara con manos trémulas y empezó a comer despacio, saboreando cada bocado con la devoción de quien hace mucho que no ve comida de verdad. Las lágrimas le corrían por las mejillas y se mezclaban con el caldo. Mauricio, sentado a su lado, le sostuvo la otra mano.
—Mãe, ¿qué está pasando? ¿Por qué no me llamaste? —preguntó, tratando de controlar la voz.
Ella bajó la mirada, consumida por la vergüenza.
—Intenté llamarte, hijo… muchas veces. Pero tú nunca contestabas. Pensé que estaba molestando, que estabas muy ocupado…
Mariana se acercó con el celular viejo de Maria en la mano. La pantalla estaba rota y casi no prendía. A través del ordenador de la vecina, Mauricio logró entrar a la cuenta de su madre. Lo que vio ahí le heló la sangre: decenas de mensajes enviados, todos con el mismo tono desesperado, y un registro de llamadas intentadas una y otra vez.
“Hijo, no tengo comida en casa.”
“Hijo, tengo miedo.”
“Hijo, por favor, llámame.”