Empujó la puerta principal, que cedió con un ligero quejido, y llamó en voz alta:
—¿Mamá?
Nada. La sala estaba ordenada, pero tenía ese aire triste de lugar abandonado: un poco de polvo sobre los muebles, las almohadas del sofá hundidas, como si nadie se hubiera sentado allí en días. El corazón de Mauricio empezó a latir más rápido, una punzada fría le recorrió la espalda. Caminó hasta la cocina, encendió la luz y abrió la nevera. Casi vacía: unas botellas de agua, un pedazo de queso reseco, nada que pareciera comida de verdad. Era imposible. Él transfería todos los meses cinco mil reales a la cuenta de su madre para que viviera con comodidad y aún le sobrara.
Se quedó mirando aquella nevera desolada, con la mano todavía apoyada en la puerta, mientras un pensamiento incómodo se instalaba en su mente. Algo estaba mal. Muy mal. La campana de la puerta lo sacó de su trance. Corrió a abrir. Era doña Lúcia, la vecina de tres casas más adelante, una señora de cabello blanco que lo conocía desde niño. Tenía los ojos húmedos y le agarró las manos con fuerza.
—Ay, hijo… gracias a Dios que volviste.
—¿Qué pasó? —preguntó Mauricio, con la voz más tensa de lo que quería—. ¿Dónde está mi madre?
Doña Lúcia respiró hondo, como quien se prepara para dar una noticia que no quiere dar.
—Mauricio… tu mamá anda pasando necesidad. La hemos visto por el barrio… pidiendo comida en las casas. Tu madre pide plato de comida, hijo.
Las palabras cayeron entre ellos como piedras. Mauricio sintió que las piernas le flaqueaban.
—Eso no tiene sentido —murmuró—. Yo mando dinero todos los meses, nunca falla.
—Yo también pensé que era raro —continuó Lúcia—. Pero hace unas tres semanas la vimos cada vez más flaquita, caminando por ahí con un plato en la mano. La semana pasada vino a mi puerta… pedía si no me sobraba un plato de comida porque estaba con mucha hambre. Mauricio, estaba temblando.