Mauricio estacionó el coche importado frente a la casita sencilla donde había crecido y soltó un suspiro cansado, pero feliz. Quince días lejos de su madre siempre le parecían una eternidad, pero esa vez volvía con algo especial en la maleta: una pequeña cajita aterciopelada que guardaba un collar de perlas. Años atrás, su madre, Maria das Dores, había señalado ese mismo collar en una revista y había dicho, con una mezcla de ilusión y resignación, que era hermoso, pero demasiado caro para gente como ellos. Desde então, Mauricio había guardado esa escena en la memoria como una promesa silenciosa. Ahora, después de mucho trabajo, por fin había podido comprárselo.
Se imaginaba el rostro de su madre se iluminando al abrir la cajita, los ojos brillando, la risa tímida, las manos arrugadas tocando asustada cada perla. Ella nunca pedía nada, siempre decía que con tener un techo y salud era suficiente, pero a él le encantaba verla feliz con pequeños detalles. Bajó del coche con la maleta en una mano y el regalo bien sujeto en la otra, pero algo le llamó la atención de inmediato: el portón estaba entreabierto.
Frunció el ceño. Su madre siempre trancaba todo al caer la noche. Miró el reloj: casi las ocho. No había ninguna luz encendida, ninguna música saliendo bajito del viejo radio de la cocina, ningún olor a comida casera flotando por el aire como siempre que él llegaba de viaje. En lugar de eso, un silencio raro, pesado, como si la casa estuviera conteniendo la respiración.