En el año de 1547, cuando el sol comenzaba a esconderse tras los cañaverales que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, la hacienda Santa Cruz do Vale era conocida en toda la Capitanía como el reino del coronel Ambrósio Maciel. Era un hombre de hombros anchos y una voz que resonaba por los pasillos como un trueno distante, que había construido su imperio con mano de hierro. La casa grande se erguía imponente, pero había algo en ella que perturbaba: las ventanas del segundo piso permanecían siempre cerradas, sus pesadas cortinas inmóviles.
Los trabajadores susurraban sobre las tres hijas del coronel: Beatriz, Catarina y Madalena, a quienes nadie había visto en años. Decían que eran pequeñas, frágiles, diferentes. El coronel las mantenía ocultas, lejos de los bailes, de las misas y de los curiosos hacendados vecinos. El padre Inácio, el único hombre además del coronel con permiso para entrar en esos aposentos, siempre bajaba pálido y con los labios apretados, sin revelar jamás lo que veía.
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Una tarde cálida de enero, todo comenzó a cambiar. Una comitiva llegó trayendo la “mercancía” que el coronel había encargado. Entre los hombres que descendieron de la carreta, había uno que llamó su atención: alto, de mirada recta y una dignidad que incomodaba. Sus manos estaban atadas, pero su postura no se doblegaba.
“Ese de ahí dio problemas en el camino, señor”, dijo el capataz, Severino. “No acepta órdenes. Dicen que sabía leer en sus tierras”.
El coronel observó al hombre. “¿Cómo te llamas?”
El hombre levantó el rostro, sus ojos encontraron los del coronel sin miedo. “Me llaman Tomé, señor”.
La voz era firme, sin la sumisión esperada. El coronel sintió curiosidad. “Trabajarás en la casa grande”, ordenó.
Esa noche, mientras Tomé era llevado a los alojamientos, el coronel subió al segundo piso. Sus hijas, de 17, 19 y 21 años, jamás habían recibido un pretendiente. Él estaba envejeciendo y una obsesión lo consumía: ¿Qué sería de su hacienda y de sus hijas cuando él muriera? Miró por la ventana y vio a Tomé, observando todo, memorizando cada detalle. Un peligroso pensamiento comenzó a formarse en su mente.
Los días siguientes, Tomé fue asignado a tareas que requerían raciocinio: organizar documentos, contar sacos de azúcar. Ejecutaba sus funciones con precisión silenciosa, siempre observando. Recordaba su vida antes de las cadenas, su conocimiento era algo que nadie podía robarle.
Dos semanas después, el coronel lo llamó a la biblioteca. “¿Sabes leer?”, preguntó. “Sí, señor”. “¿Calcular?” “Sí, señor”.
El coronel caminó hasta la ventana. “Tengo tres hijas”, dijo sin rodeos. “Fueron educadas, pero son… diferentes. Pequeñas de estatura. La sociedad aquí es cruel. Ningún hombre de esta región las desposaría”. Se inclinó sobre la mesa. “Necesito garantizar su futuro. Necesito a alguien leal que pueda administrar esta hacienda”.
El corazón de Tomé se aceleró.
“Te casarás con ellas”, dijo el coronel. Las palabras resonaron como un decreto. “Con las tres. Una ceremonia privada. Te convertirás en parte de esta familia y, con el tiempo, heredarás todo”.
El silencio fue denso. “Señor”, comenzó Tomé, “lo que propone va contra todas las leyes…” “¡Yo soy la ley en estas tierras!”, tronó el coronel. “Y esta es tu única oportunidad de dejar de ser propiedad y convertirte en propietario”.
Tomé comprendió. Era una trampa, una prueba y una oportunidad. “¿Las mozas lo saben?”, preguntó. “Lo sabrán esta noche. Y aceptarán, porque saben que no hay otra opción”.
Esa tarde, Tomé fue conducido al segundo piso. El coronel golpeó la primera puerta. Beatriz, la más joven, apareció con ojos asustados. La segunda puerta reveló a Catarina, de mirada desconfiada. La tercera puerta se abrió antes de que golpeara. Madalena, la mayor, lo encaró directamente. “¿Sabes leer?”, preguntó. “Sí”, respondió Tomé. “Entonces, tal vez no sea tan malo”, dijo ella, con un dejo de desafío.
Esa noche, el padre Inácio fue llamado. Pálido y temblando, intentó argumentar, pero el coronel lo silenció con la mirada. La ceremonia se realizó en la capilla privada, a escondidas. Las tres hermanas, vestidas de blanco simple, estaban de pie una al lado de la otra. Tomé repitió los votos tres veces. Cuando todo terminó, el coronel firmó los documentos que convertían a Tomé en el heredero legal.
Mientras salían, Madalena sujetó discretamente el brazo de Tomé. “Nosotras no somos débiles”, susurró. “Y tú no eres el único que sabe esperar”. Tomé comprendió entonces que el juego de poder era mucho más complejo de lo que había imaginado.
Los meses siguientes fueron de una extraña calma. Tomé vivía en un ala separada, una posición ambigua entre familia y sirviente. Las hermanas comenzaron a salir lentamente de sus aposentos. Beatriz, la más joven, era tímida y gentil. Catarina era observadora y hacía preguntas sobre la administración. Madalena, la más intrigante, le pidió a Tomé que le enseñara a leer los libros de contabilidad.
“¿Por qué quieres saber esto?”, preguntó Tomé una tarde. “Porque un día mi padre morirá”, respondió ella con franqueza. “Y quiero saber exactamente qué está dejando atrás”.
Mientras tanto, el coronel envejecía visiblemente. Sus manos temblaban y su tos se oía por toda la casa. Una tarde lluviosa, Tomé encontró la caja donde el coronel guardaba los papeles de la boda. Dentro, encontró el testamento. Dejaba la totalidad de sus bienes a Tomé, con la condición de que cuidara de sus hijas. Si fallaba, o intentaba vender la hacienda, todo sería revertido a la Iglesia. No era libertad; era una prisión dorada.
“¿Encontraste lo que buscabas?” La voz de Madalena lo sobresaltó. Ella estaba en la puerta. “Yo ya lo sabía. Mi padre me lo mostró. Quería que supiera que nuestra seguridad dependía de ti”. “¿Y estás de acuerdo con esto?”, preguntó Tomé, frustrado. “¿Crees que tenemos elección?”, replicó ella, con lágrimas en los ojos por primera vez. “Somos prisioneros el uno del otro, Tomé. La diferencia es que nosotras ya lo aceptamos. Tú aún estás luchando contra ello”.
Esa noche, el coronel tuvo un ataque de tos tan violento que manchó de sangre su pañuelo. El padre Inácio fue llamado de urgencia. Madalena pasó junto a Tomé y susurró: “Prepárate. Todo va a cambiar muy pronto”.
El coronel Ambrósio Maciel murió en una noche sin luna de septiembre. El velorio duró tres días. Los hacendados vecinos vinieron, más por curiosidad que por respeto. Querían ver a las “hijas aberrantes” y al esclavo heredero.
Domingos Ferreira, dueño de la hacienda vecina, un hombre corpulento y de ojos calculadores, apartó a Tomé. “Entiendes la delicada situación en la que te encuentras, ¿verdad?”, dijo. “Un hombre de tu condición… esto no será aceptado. Véndeme la mitad de la hacienda. Con el dinero, puedes irte lejos. Las mozas quedarán bajo mi protección”.
Antes de que Tomé pudiera responder, una voz fría sonó detrás de él. “Mi familia no está en venta, señor Ferreira”. Era Madalena. “Entiendo lo suficiente como para saber cuándo alguien intenta robar lo que es nuestro”. Domingos Ferreira se puso rojo de ira. “¡Se arrepentirán!”, gruñó. “¡Esta capitanía no acepta aberraciones, ni de tamaño ni de condición!”. Y se fue pisando fuerte.
La verdadera batalla comenzó. Los documentos fueron impugnados y el padre Inácio fue presionado, pero el religioso se mantuvo firme, declarando que el coronel estaba en plenas facultades.
Mientras tanto, en la hacienda, una transformación silenciosa ocurría. Madalena asumió el control de las finanzas con una habilidad sorprendente. Catarina reveló ser competente en la gestión de los trabajadores, ganándose el respeto con inteligencia y justicia. Beatriz, la más callada, se convirtió en la mediadora de conflictos, el corazón de la comunidad. Tomé se dio cuenta de que su papel era el de un guardián y administrador.