En cuanto mi hija ganó 10 millones de dólares, me echó, me escupió "vieja bruja" y me juró que no vería ni un centavo. Me quedé callada. Nunca se molestó en comprobar quién era el verdadero dueño del boleto. Siete días después...

Nunca pensé que el día que mi hija se hiciera millonaria, me miraría como si no fuera más que una carga. Estaba de pie frente a su reluciente mansión nueva, lloviendo a cántaros, con el rímel corriéndome por las mejillas. La tormenta no me derrumbó.

Su voz lo hizo.