Mientras la besaba, un aroma le golpeó la nariz. No el perfume habitual de azahar. Era un olor químico, agresivo. Lejía. Fuerte. Y debajo de ese olor, algo más. Un murmullo. Un gemido apenas audible.
“¿Qué ha sido eso?” preguntó, volviéndose hacia el pasillo.
Adriana se tensó. Su mano, fría, se posó en el brazo de Martín. “Nada, cariño. Solo Rosalía, insistiendo en ayudar con la limpieza del baño. Es su manera de sentirse útil.”
Útil. La palabra sonó vacía. Martín se liberó de su agarre. Sus pies, guiados por un eco de dolor sordo, lo llevaron hacia el final del pasillo. La puerta del baño principal estaba entreabierta.
Él la empujó.
💥 La Revelación en el Azulejo Frío
La escena fue un golpe seco, visual, brutal. Rosalía Herrera, 68 años. Arrodillada sobre el azulejo frío. Su falda empapada de agua y cloro. El rostro, una máscara de sudor y esfuerzo. Y lo peor, lo que le heló la sangre: los mellizos atados a su espalda. Una manta vieja, un nudo torpe. Lloraban en un murmullo constante, mecidos por el temblor de la abuela. Las manos de Rosalía, rojas, agrietadas, se aferraban a una esponja gastada.
Acción.
Martín avanzó como un depredador. Dos pasos largos. Se arrodilló sobre el charco, sin importarle el traje ni el agua helada.
“¡Mamá! ¿Qué demonios haces?”
Rosalía levantó la vista. El miedo y la vergüenza eran más pesados que el cloro. Sus ojos, antes llenos de la luz de Triana, ahora eran solo súplica.
“Hijo… yo… estoy bien. Solo estaba terminando esto. Adriana… me dijo que…”
Emoción.
Martín sintió que el aire se le escapaba. Culpa. No era un sentimiento; era un peso físico, una armadura de mentiras que se rompía en su pecho. Él, el hijo de éxito, el que había construido una vida “perfecta” a kilómetros de distancia, había sido ciego.
Adriana apareció en el umbral, su silueta recortada contra la luz del pasillo. Su voz, ahora, tenía un tono de enfado disimulado, de superioridad violada.
“Te dije que descansara, Martín, pero insiste. Le gusta el olor a limpio. No me hables en ese tono. A ella le gusta sentirse útil.”
Martín la miró por encima del hombro. Vio la impecable falda blanca, el gesto duro de sus labios. Vio la frialdad. El contraste era un abismo. Su madre, humillada en el suelo; su esposa, en el marco, juzgando.