Martín Herrera detuvo el motor. El sol de Triana, Sevilla, era una cuchilla de fuego. Había vuelto. Horas antes de lo previsto. Su maleta golpeó el suelo de mármol del recibidor. Silencio. No el silencio cálido y familiar, sino uno denso, lleno de algo que su instinto no quería nombrar.
“¿Mamá?”
La voz no rebotó. Fue absorbida. Los mellizos, Leo y Sofía, aparecieron. Un abrazo de bienvenida. Impecable. Detrás, Adriana López. Su sonrisa, también impecable, un escudo de porcelana.
“¡Qué sorpresa, amor! Creí que vendrías mañana.”
“Terminé antes. Quería veros.”