Marcus también estaba cambiando. Con comidas regulares, ropa limpia y el aliento de Caroline, comenzó a ganar peso, energía y esperanza. Por primera vez, habló sobre permanecer en la escuela, aspirar a becas, tal vez incluso estudiar medicina.
Una noche, compartieron la cena en el comedor del ático. Caroline miró a Marcus al otro lado de la mesa, sus ojos iluminados con propósito, y sintió una gratitud que no había conocido en años. —Has hecho más que ayudarme a caminar de nuevo —dijo suavemente—. Me recordaste por qué vale la pena luchar por la vida.
Marcus se limpió las migas de los labios, sonriendo. —Y usted me dio una oportunidad que nunca pensé que tendría. Eso vale más que la comida.
La noticia de la lenta recuperación de Caroline comenzó a extenderse en su círculo. Cuando los amigos le preguntaban sobre su progreso, ella los sorprendía atribuyéndolo a un chico de la calle, no a una clínica costosa. Algunos levantaron las cejas, otros admiraron su honestidad, pero a Caroline no le importó.
Ella sabía lo que importaba.
La millonaria que una vez vivió aislada había encontrado la libertad no a través de la riqueza, sino a través de un niño que se negó a rendirse. Y el adolescente hambriento que una vez mendigó por sobras había descubierto propósito, dignidad y un futuro.
Todo había comenzado con una pregunta, hecha con coraje tembloroso en una tarde sofocante:
“¿Puedo curarla a cambio de esa comida sobrante?”