El millonario fingó dormir para poner a prueba a su tímida empleada… pero cuando abrió los ojos y vio lo que ella hacía, su corazón se paralizó

 

Lo que ella hizo lo dejó sin aliento

Clara se arrodilló junto al sofá, como quien cuida un secreto frágil, y deslizó los dedos por el borde del libro que él había dejado caer. Lo recogió, lo acomodó sobre la mesa, y luego… extendiendo la mano hacia él.

Muy despacio.
Muy temblorosa.
Como si tocarlo fuera un delito.

Sus dedos rozaron su mejilla.

Una caricia apenas perceptible.
Una caricia que ningún millonario acostumbrado a la frialdad del mundo esperaba recibir.

Y mientras lo acariciaba, murmuró algo que él nunca imaginó escuchar:

“Ojalá supieras lo bueno que eres… aunque nadie más pueda verlo.”

El mundo entero se detuvo.

Adrián sintió que el corazón le golpeaba con tanta fuerza que temió delatarse.
Nadie —nadie— hablaba de él así.
Para todos era un hombre impenetrable, calculador, hecho de mármol.

Pero Clara lo veía.

Lo veía como no lo había visto nadie en años.


El instante en que todo cambió

Clara, avergonzada de su propio atrevimiento, retiró la mano de un tirón.
Se levantó, suspir, y dio un paso hacia la puerta.

Fue entonces cuando Adrián abrió los ojos.

—Clara… —susurró.

Ella quedó paralizada. La bandeja que llevaba casi cayó al suelo.

—Señor Montenegro… yo… lo siento. Yo no quería...

— ¿Desde cuándo me miras así? —preguntó él, poniéndose de pie.

Ella retrocedió, roja como un atardecer—. Fue un error. No debí tocarlo. No volverá a pasar. Por favor, no me despida…

Adrián, que rara vez se movía con emoción, dio dos pasos firmes hacia ella.
La tomó suavemente de la muñeca.

—No fue un error.

Clara levantó la mirada, confundida.

—Nunca nadie… ha dicho algo así de mí —continuó él con una voz que ni él reconoció—. Nunca nadie me ha tocado con tanto cuidado.

Ella intentó disculparse de nuevo, pero él negó con la cabeza.

—Fingí dormir porque quería entenderte —admitió—. Pero no esperaba encontrar esto.

—¿Esto?

—Tu corazón —susurró él.


La noche que unió dos soledades

Los siguientes segundos parecieron derretirse entre ellos.
La tensión, la vulnerabilidad, la verdad sin maquillaje.

Clara bajó la mirada.

—Yo solo… quería cuidarlo —dijo—. Usted siempre está solo. Siempre cansado. Nadie le pregunta si está bien.

Adrián sintió que algo dentro de él se quebraba suavemente, como hielo bajo el sol.

—¿Y tú lo harías? —preguntó—. ¿Cuidarme?

Ella asintió, tímida.

Él tocó su barbilla, elevando su rostro.
Entonces entendió que no podía seguir observándola desde lejos, ni fingiendo indiferencia.