Cuando llegó la policía, Ernesto intentó salir de la clínica, pero lo detuvieron en recepción. Ella protestó, gritó, exigió ver a su hija, pero los agentes lo retuvieron con profesionalismo. Valeria permaneció junto a Laura todo el tiempo, tomándole la mano.
A la oficina llegó una trabajadora social, Julia Rivera.
—Laura, te acompañaré durante todo este proceso —le aseguró—. No volverás con él.
La niña se derrumbó por completo, llorando sobre el hombro de Julia. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien le decía que tenía una opción. Que su voz importaba.
Sin embargo, aunque Ernesto había sido arrestado, la historia de Laura apenas comenzaba. Había heridas más profundas que las físicas, traumas que no desaparecerían con un arresto. Valeria lo sabía bien: lo más difícil estaba por venir.
Y para Laura, toda la verdad aún no había sido revelada.
Tras el arresto de Ernesto, Laura fue trasladada a un albergue temporal mientras comenzaba la investigación. Julia, la trabajadora social, permaneció a su lado, explicándole cada paso con claridad y paciencia. Aun así, la adolescente se sentía perdida, asustada y llena de culpa.
—No hiciste nada malo —repitió Julia con suavidad—. Lo que pasó es solo responsabilidad suya.
Aun así, Laura tenía miedo de hablar. Cada palabra era un forcejeo, como si su padre todavía estuviera a su lado, juzgándola. Durante los primeros días, apenas comía, evitaba las conversaciones y se despertaba sobresaltada por las noches.
La doctora Valeria, a pesar de no estar obligada a hacerlo, la visitó voluntariamente.
"Quería asegurarme de que estuvieras bien", dijo mientras entraba a la sala común del refugio.
Laura levantó la mirada y, por primera vez, sonrió débilmente.
“Gracias… por no ignorarme.”
Durante esa visita, Valeria le explicó los resultados médicos: el embarazo estaba avanzado, pero Laura podía decidir. Le habló de las opciones, sin presionarla, con total neutralidad profesional.
“Sea lo que sea que elijas, estaremos contigo”, le aseguró.
Con el paso de los días, Laura empezó a abrirse. Relató episodios que había guardado silencio durante años: cómo su padre controlaba sus movimientos, su ropa, sus amistades; cómo la manipulaba emocionalmente hasta hacerla sentir invisible. Pero lo más terrible se reveló en una voz casi inaudible: el abuso había comenzado mucho antes de que ella comprendiera su significado.
Julia buscó ayuda psicológica especializada. La primera sesión fue difícil. Laura evitaba el contacto visual, se retorcía las manos y dudaba de cada palabra.
“Tienes derecho a sentir miedo”, le dijo la psicóloga, “pero también tienes derecho a sanar”.
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