Durante una visita a la clínica, un médico observa que una adolescente se comporta de forma extraña cerca de su padre. Una ecografía pronto revela algo profundamente perturbador...

La tarde que Laura y su padre, Ernesto, ingresaron a la clínica pediátrica, la Dra. Valeria Gómez notó de inmediato que algo no andaba bien. Laura, de dieciséis años, caminaba con los hombros hundidos, evitando el contacto visual con todos. Su padre, en cambio, parecía tenso, casi vigilante, como si temiera que algo se descontrolara en cualquier momento.

“Buenas tardes, ¿qué la trae por aquí?”, preguntó la doctora con una sonrisa profesional.

Ernesto respondió antes de que su hija pudiera siquiera abrir la boca.

“Dolores de estómago. Desde hace días.”

Laura juntó las manos en su regazo. No dijo nada.

Durante la entrevista inicial, la doctora le hizo preguntas rutinarias: dieta, sueño, ciclos menstruales. Cada vez que Valeria le hacía una pregunta a Laura, Ernesto intervenía, respondiendo por ella o poniéndole la mano en el hombro, un gesto que parecía más intimidante que tranquilizador.

La doctora, acostumbrada a fijarse en los pequeños detalles que otros pasaban por alto, decidió solicitar una ecografía abdominal. “Solo para descartar cualquier complicación”, dijo, aunque algo en su intuición comenzaba a alarmarla.

Cuando Laura se acostó en la camilla, Ernesto intentó quedarse en la habitación, pero Valeria insistió cortésmente en que esperara afuera.

“Necesito espacio y concentrarme. No te preocupes, te llamo en cuanto terminemos”.

En cuanto se cerró la puerta, Laura dejó escapar un suspiro tembloroso.

“¿Te duele mucho?”, preguntó la doctora mientras le aplicaba el gel.

La chica negó con la cabeza, pero sus ojos se llenaron de lágrimas.

“No… no es eso”.