Una tarde no aguanté más y le pregunté:
—Mamá, ¿qué te pasa? ¿Estás enferma? Por favor, dime la verdad.
Ella sonrió con dulzura y me respondió:
—Ay, hijo, es solo la edad… quizás el estrés.
Pero en el fondo sabía que no era eso.
Mi esposa, Clara, siempre se mostraba amable cuando yo estaba cerca. Le ofrecía té a mi madre, le preguntaba por su salud, fingía preocuparse. “Parece cansada, señora Elena, déjeme prepararle algo caliente”, le decía con voz suave.
Sin embargo, detrás de esa dulzura había algo frío. Entre ellas existía una tensión silenciosa, como una tormenta que nadie quería mencionar. Clara era de esas personas que saben sonreír con los labios, pero no con los ojos.
Y yo, ingenuo, preferí no ver lo evidente.