Durante diez largos años, la gente de mi pueblo se burló de mí: murmuraban a mis espaldas, llamándome puta y a mi hijo huérfano. Entonces, una tarde tranquila, todo cambió.

Arthur me ayudó a entrar mientras sus guardias vigilaban la puerta.

Ethan lo miró fijamente, agarrando su pelota de baloncesto.

"Mamá... ¿quién es?", susurró.

Tragué saliva con dificultad.

"Es tu abuelo".

La mirada de Arthur se suavizó al tomar la mano de Ethan con delicadeza, estudiando su rostro: los mismos ojos color avellana, la misma sonrisa torcida que Ryan.

El reconocimiento lo destrozó.

Entre tazas de café, Arthur finalmente me lo contó todo.

Ryan no me había abandonado.

Había sido secuestrado, no por desconocidos, sino por hombres en quienes su propia familia confiaba.

La familia Caldwell poseía un imperio constructor multimillonario. Ryan, el único hijo de Arthur, se negó a firmar un turbio acuerdo de compraventa de tierras que implicaba el desalojo forzoso de familias de bajos recursos.

Planeaba desenmascararlos.

Pero antes de poder hacerlo, desapareció.

La policía asumió que había huido. Los medios lo retrataron como un heredero fugitivo. Pero Arthur nunca lo creyó.

Durante diez años, buscó.

"Hace dos meses", susurró Arthur, "encontramos ese video en un disco encriptado. Ryan lo grabó pocos días antes de morir".

"¿Murió?", exclamé con voz entrecortada.

Arthur asintió, con la vista nublada por el dolor.

“Escapó una vez… pero sus heridas fueron demasiado graves. Lo encubrieron todo para proteger la reputación de la familia. Supe la verdad el año pasado, cuando finalmente recuperé el control de la empresa.”

Las lágrimas me quemaron las mejillas.

 

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