Esa noche, me quedé en la cama sudando y mareado, pero el dolor en el corazón era más agudo que la fiebre en el cuerpo.
A la mañana siguiente, ya había tomado una decisión.
Imprimí los papeles del divorcio, los firmé con manos temblorosas y entré en la sala.
"Mark, quiero el divorcio", dije en voz baja pero firme. "No puedo seguir viviendo así".
Antes de que pudiera decir una palabra, su madre, la Sra. Patterson, salió furiosa de la cocina.
"¿Qué acabas de decir?", espetó. "¿Un divorcio? ¿A quién crees que estás asustando? ¡No te irás de esta casa tan fácilmente!"
Apreté los papeles con fuerza. Me señaló con el dedo y alzó la voz.
«Si sales por esa puerta, acabarás en la calle. Nadie querrá a una mujer como tú».
Sus palabras me dolieron, pero esta vez no me destrozaron. La miré fijamente a los ojos y le dije con calma:
«Prefiero empezar de cero que quedarme aquí viviendo sin respeto. Sinceramente, es más fácil reconstruir desde cero que seguir fingiendo que esto es un hogar».
Por un momento, todo quedó en silencio.
Mark salió de la habitación, listo para gritar, pero se detuvo al verme allí. Por primera vez, no tuve miedo.
Me voy sin nada más que mi dignidad
Preparé una maleta pequeña y salí de casa.
Los vecinos se asomaron por las persianas; algunos susurraron: «Pobre mujer... pero qué bien por ella».
La vida no fue fácil después de eso. Alquilé un pequeño estudio, trabajé dos veces a tiempo parcial e intenté sanar de todo lo que me había destrozado. Pero cada mañana, al despertar, sonreía.
Sin gritos. Sin miedo. Sin andar con pies de plomo. Solo paz.
Un mes después, la fiebre había desaparecido, mi cuerpo se sentía fuerte de nuevo y mi ánimo empezó a recuperarse. El trabajo se volvió más fácil, mis compañeros me ayudaron y mis amigos me visitaron.
Aprendí algo que debería haber sabido hace mucho tiempo: la felicidad no viene de quedarse en una casa, sino de vivir en paz.
