Río nervioso. Ándele, váyase ya y suerte en su nuevo puesto. La mujer le sonrió, subió a su coche y desapareció entre los autos. Andrés subió al suyo sin notar que en el apuro su pequeña memoria USB se había deslizado del bolsillo interior del portafolio y había caído en el asiento del copiloto del otro coche. Eran las 7:42 cuando Andrés cruzó corriendo la puerta del juzgado civil número cinco. Su camisa estaba empapada por el sudor y el portafolio parecía a punto de deshacerse con tanto jaloneo.
Un guardia le indicó el camino a la sala 2B. El pasillo parecía eterno. Cada paso era un latido, cada puerta una amenaza. Entró a la sala y lo primero que notó fue la presencia del abogado Salgado. Traje caro, sonrisa venenosa y mirada de quien ya se siente ganador. A su lado, la empleada Paula Aguilar, vestida con sobriedad, pero con los ojos fríos como hielo. Y entonces la vio sentada al frente con toga negra y expresión solemne, la jueza, la misma mujer de la llanta.
Ella ojeaba unos papeles sin levantar la vista. Andrés se quedó helado. Era imposible. No podía ser. El señor Andrés Herrera, preguntó el secretario. Presente, dijo tragando saliva. La jueza alzó la mirada por primera vez. lo vio, frunció levemente el ceño. Algo en su rostro cambió por una fracción de segundo, pero no dijo nada. “Procedamos”, ordenó ella. Caso 4752023. La empresa Gentex Solutions, representada por el abogado Salgado y la señorita Paula Aguilar, acusa al señor Andrés Herrera de apropiación indebida de equipo tecnológico, específicamente una computadora portátil con información confidencial.
Señor Salgado, exponga los hechos. Salgado se levantó como si estuviera en una obra teatral. Su señoría, el señor Herrera fue empleado de Gentec. Sin embargo, hace dos semanas una computadora desapareció de las oficinas. El sistema de seguridad no mostró a nadie más entrando o saliendo fuera del horario habitual, excepto al acusado. Paula Aguilar, quien supervisaba la zona, confirmó que él tenía acceso. Pedimos una compensación por daños y perjuicios. La jueza volteó a ver a Andrés. Señor Herrera, ¿cómo se declara?
Inocente su señoría. Jamás tomé esa computadora. De hecho, tengo un video que demuestra que no fui yo. Muestra a la señorita Paula saliendo con el equipo después del horario. Lo tengo en una USB. Andrés abrió el portafolio con manos sudorosas, rebuscó entre los papeles, los cables, los discos y nada. El silencio se volvió una losa en la sala. Lo traía conmigo. Estoy seguro. Debe estar aquí. ¿Tiene respaldo digital? ¿Copia algo? Preguntó la jueza con el ceño ligeramente fruncido.
No, señoría, es la única copia, pero existe. Se lo juro. Yo no tomé nada, al contrario, me están tendiendo una trampa. Salgado sonrió como un chacal. Conveniente olvido, como ya es costumbre. La jueza levantó la mano cortando los comentarios. El tribunal entrará en receso, señor Herrera, encuentre esa evidencia. Sin pruebas, su declaración se queda en el aire. Andrés se quedó ahí solo, sintiendo como todo se desmoronaba. Había jurado que ese día cambiaría su suerte, que demostraría su inocencia.
Pero ahora ni siquiera sabía dónde estaba la memoria. El receso parecía eterno. Andrés caminaba en círculos por el pasillo, sintiendo como la desesperación le quemaba el estómago. El murmullo de otros casos, los ecos de pasos en el mármol. Todo sonaba lejano. Solo podía pensar en una cosa. ¿Dónde demonios está la USB? metió la mano una vez más en su portafolio. Nada. Revisó los bolsillos de la chamarra, del pantalón, hasta los calcetines si hacía falta. El corazón le latía en la garganta.
Se le cayó en la calle, la dejó en su casa, se la robaron, se apoyó contra una columna y cerró los ojos, forzando su mente a repasar los pasos de esa mañana. salió del departamento, subió al coche, manejó con prisa, se detuvo. “La mujer, la llanta”, murmuró. Abrió los ojos de golpe. El momento exacto en que se agachó junto al coche de la mujer mientras sacaba el gato y el trapo, recordó haber apoyado el portafolio en el asiento del coche de ella.
Había metido la mano para sacar el trapo y no lo volvió a cerrar bien. “No puede ser”, susurró. No, no puede ser. Miró el reloj. Faltaban 22 minutos para que se reanudara la audiencia. Sin perder tiempo, se lanzó escaleras abajo, esquivando funcionarios y abogados. Preguntó por el estacionamiento del personal judicial. Mostró su identificación. Mintió que había dejado sus llaves en el coche de una jueza. Nombre de la jueza, le pidió el guardia escéptico. Andrés dudó un segundo.
No lo sabía. Una mujer joven llegó hace poco. Estaba en la sala 2B esta mañana. El guardia murmuró algo por radio. A los pocos segundos, otro guardia lo acompañó hasta el subnivel dos. El aire era húmedo y olía a aceite viejo. “Ahí”, dijo el guardia señalando un Mazda gris oscuro. Era el coche. Lo reconoció de inmediato. La cajuela aún tenía una pequeña mancha de grasa que él mismo dejó por la mañana. Voy a revisar rápido, señor. Es un asunto urgente.
El guardia lo miró con sospecha, pero asintió con desgano. Andrés se agachó junto a la puerta del copiloto y fingió buscar algo en el piso. Abrió disimuladamente la puerta, metió medio cuerpo y palpó con nerviosismo bajo el asiento. Nada. Pasó la mano por el costado entre las rendijas del asiento y entonces sus dedos tocaron algo duro, plástico, rectangular. La sacó con rapidez. Su corazón casi se detiene al ver el pequeño dispositivo azul con una etiqueta blanca pegada.