Siempre me he considerado una madre confiada. Rara vez fisgoneo o merodeo, y me gusta creer que mi hija lo sabe.
Aun así, a veces la confianza se pone a prueba, como aquella tarde de domingo cuando oí risas y voces apagadas tras la puerta cerrada de su habitación.
Mi hija tiene catorce años, y su novio, también de catorce, es educado, amable y, para ser un adolescente, sorprendentemente respetuoso.
Nos saluda cada vez que llega, se quita los zapatos en la puerta y me da las gracias al volver a casa.
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